Sinfonía de otoño, por Francisco Martínez

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El metálico y persistente sonido que producen las esquilas de un rebaño de cabras, que pasta en libertad por los alrededores de la casa, interrumpe mi ligero sueño —cuando ya la clara luz de un radiante amanecer ha comenzado a inundar todo el aposento— y sin demora me apresuro a asomarme al exterior para respirar a pleno pulmón y disfrutar de la fastuosa vista que ofrece la mole calcárea del Mondarruego, la montaña emblemática del valle de Broto, en el alto Pirineo aragonés.

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Me hallo, por supuesto, en el privilegiado y espectacular Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, adonde me he trasladado para recorrer los distintos valles que lo configuran y aprovechar la oportunidad de captar con mi cámara la riqueza cromática que presentan sus paisajes, una vez superado el periodo estival y antes de que la inminente llegada del invierno lo cubra todo con su frío y blanco manto.

La naturaleza nos muestra siempre, durante este intervalo anual, su infinita capacidad pictórica, al convertir los bosques en una especie de asombrosos castillos de luminosa pirotecnia que sorprenden por su soberbia creatividad escénica.

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Y desde los profundos valles hasta las zonas más elevadas del Parque, el color del otoño se muestra repetidamente —allá hacia donde se dirija la mirada— vistiendo de gala el paisaje.

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Recorro retorcidas sendas que discurren por intrincados y espesos bosques, por los que en ocasiones bajan impetuosos arroyos, que debo cruzar con máximo cuidado para no caer en sus cristalinas y frías aguas…, siempre en busca del rincón natural que, por su extremada belleza, me obligue a descansar y tomarme el tiempo que sea necesario para captarlo con mi cámara, mientras disfruto del silencio y la paz del entorno que me rodea.

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Uno de estos bosques por los que me desplazo es el conocido como la «Pardina del Señor», en el que coincide la más variada combinación de colores y donde el paisaje adquiere caracteres ciertamente fascinantes, a la vez que seductores, para cualquier mortal que tenga la ventura de poder visitarlo en otoño. No sin razón, está considerado como uno de los más pintorescos y llamativos bosques de España, en el que abundan las hayas, robles, álamos, abetos y arces, compartiendo espacio con quejigos, bojes y encinas —entre otras especies arbóreas— que por esta época del año se asemejan en su conjunto a la polícroma paleta de un pintor.

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Mi incansable búsqueda de rincones inéditos en este edén terrenal me lleva a pisar veredas fuera de todo circuito conocido; lo que a veces no conduce a parte alguna y otras, por el contrario, me sitúa ante amplios y bellos paisajes que compensan con creces el esfuerzo empleado en ello. Me vienen entonces a la mente los versos del ilustre poeta:

“Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.”

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Es muy difícil sustraerse al sosiego y atractivo que desprenden los senderos que serpentean por todo el Parque, en los que me recreo de principio a fin, transitándolos sin prisas para detenerme a observar con detalle aquello que logre acaparar mi atención. Con esta premisa, me fijo en una densa y blanda alfombra de hojas secas que, tras caer de los árboles, cubren todo el terreno en una parte del camino; por lo que no dudo en dedicarle tiempo y tomar algunas fotos antes de proseguir mi itinerario…

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… que me conduce hasta un lugar insólito por su hermosura, donde, de nuevo, el colorido otoñal del entorno —acompañado en esta ocasión por el rumor producido por el torrente de agua que baja de la alta montaña— me influye tan gratamente que creo estar escuchando una apasionada sinfonía, orquestada en este caso por la propia naturaleza.

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Y ya, con las últimas luces del día pintando el paisaje de cálidos tonos cobrizos, regreso al punto de partida para dar por finalizada mi estancia en el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, cuyo recorrido es un placer que reconforta el espíritu —en cualquier época del año— y que alcanza a cautivar de tal manera que embriaga los sentidos con su sorprendente belleza.

 

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© Texto y fotos:

Francisco Martínez Romón

fmromon@gmail.com

De la serie “Mis Cuadernos de Campo”

 

 

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